No hay agua para tanto regadío

Durante los últimos meses se ha hablado mucho de la escasez de agua en España, de la falta de lluvias y de las consecuencias de esta situación. El estrés hídrico viene causado por el cambio climático, pero también por los regadíos descontrolados, los pozos ilegales o el urbanismo desmedido.

En este contexto, sabemos que casi el 80 % del agua que consumimos en nuestro país va a parar a la agricultura, principalmente para regar cultivos intensivos e industriales. Así que toda estrategia de ahorro y mejor gestión del agua pasa necesariamente por abordar el actual sistema agrario.

La situación del agua en España es crítica. Somos el segundo país de Europa –por detrás de Grecia– con mayor estrés hídrico: extraemos más agua dulce de la que tenemos. De hecho, somos uno de los países más secos del continente y algunas regiones, como Andalucía o las islas Canarias, están seriamente amenazadas por las sequías, cada vez más frecuentes e intensas.

Más de dos terceras partes de nuestro territorio se encuentran en zonas áridas, semiáridas y subhúmedas. A pesar de ello, no dejamos de ampliar los regadíos intensivos e industriales. Ya estamos regando una superficie casi equivalente al tamaño de Suiza. ¿Cómo es posible? La mayoría de nuestros campos se dedican a la agricultura intensiva, un modelo que no es sostenible, y mucho menos en el actual contexto de emergencia climática.

Mientras el 75 % de nuestro suelo está amenazado por la desertificación, en España consumimos más agua de la que tenemos. Por eso, ha aumentado el uso de aguas desalinizadas (1,7 % del total) y aguas de reutilización (1,1 %). El sistema agropecuario es el gran responsable del consumo disparado de agua, que crece de forma sostenida. De hecho, en los últimos 17 años, la superficie de regadío se ha incrementado en un 14 %, cifra a la que hay que sumar el incremento de pozos y riegos ilegales.

No sobra agua, pero la exportamos y la desperdiciamos

¿Es realmente necesaria esta producción sin freno? La respuesta es sencilla: no. Los productores cultivan mucho más de lo que necesita el país para alimentarse. España ha llegado a ser líder mundial en el comercio hortofrutícola. A pesar de que no nos sobra el agua, nuestro país es el principal exportador mundial de fruta y verdura, y responsable del 9,4 % de todas las exportaciones globales. Y también exportamos agua en forma de carne.

Los principales destinos de nuestra fruta y nuestra verdura son Alemania (27,5 %), Francia (17,7 %) y Reino Unido (12,6 %). Dicho de otra forma: estamos exportando el agua que se usa para el cultivo de estos bienes desde un país en riesgo de desertificación hacia países mucho más húmedos que el nuestro.

Pero el absurdo no se acaba ahí. Según datos de Naciones Unidas, el mundo produce mucha más comida de la que necesitan todos los habitantes del planeta para subsistir, a pesar de lo cual las crisis nutricionales son recurrentes en muchos países. Entre otras muchas causas estructurales, climáticas, ambientales y sociales, de nuevo según estimaciones de la ONU, un tercio de todos los alimentos producidos en el mundo –más de mil millones de toneladas– se pierden o se desperdician, ya sea en el campo o en la mesa.

Cada habitante de España desperdicia, de media, 28 kg de comida al año. Esto equivale a 2.095 hm3 de agua, es decir, 131 l por persona y día, según un estudio de la Universidad Pontificia de Comillas.

Nuevos tipos de cultivo

Para llegar a estas cifras de producción desmedida, las grandes empresas han ido arrancando del territorio los cultivos tradicionales de secano para instalar cada vez más regadío industrial. La aparición de estos nuevos modelos supone un importante impacto en el consumo de agua.

Donde antes había un olivar de secano ahora hay una macroplantación de olivos apiñados en la misma extensión de terreno, con una producción mucho mayor a costa del incremento exponencial del uso
del agua y el suelo. Y donde antes había explotaciones de frutales no cítricos ahora hay cultivos de frutas tropicales (como el aguacate), que depredan el agua.

¿Qué se está haciendo y qué queremos que se haga?

El primer plan contra la desertificación en España (Programa de Acción Nacional contra la Desertificación) vio la luz en 2008 y recientemente, en verano de 2022, el Ministerio
para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO) aprobó la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desertificación (ENLD), con el objetivo de “contribuir a la conservación y mejora del capital natural” de nuestro territorio y “avanzar en la mitigación y restauración de las zonas degradadas”.

La Estrategia propone medidas hasta 2023. Es un paso importante en la dirección correcta, pero la situación exige más ambición. Desde Greenpeace, pedimos una mayor responsabilidad hídrica para que estén garantizados el abastecimiento de las poblaciones, los caudales ecológicos y otros usos prioritarios. Necesitamos una transición hidrológica justa, que reparta los recursos de forma equitativa. Tomar las decisiones adecuadas ahora, aunque de entrada puedan parecer difíciles, evitará conflictos por el agua en el futuro cercano.

En Greenpeace lo tenemos claro: la solución pasa por gestionar de manera más responsable el agua que tenemos, y eso implica reducir la superficie de regadíos. Existen muchas zonas en las que la industria agrícola, la ganadera o ambas han sometido al territorio a una presión tan fuerte que hace injustificable el mantenimiento de regadíos.

Por dónde empezar a recortar

Las primeras zonas de regadío que deben recortarse son las que ya tienen acuíferos en mal estado y donde el cambio climático ya está obrando efecto, y, dentro de estas áreas, los regadíos que son ilegales. Para ello, deberá hacerse un análisis socio-económico de las explotaciones, en colaboración con las personas del sector que resulten afectadas.

Un análisis de Greenpeace permite poner cifras al despropósito del regadío en nuestro país. El 16,2 % de ellos (516.803 ha) se ubican sobre zonas tensionadas, con acuíferos en mal estado y vulnerables a los nitratos. Estas áreas se concentran principalmente en Castilla-La Mancha, la Comunidad Valenciana y la Región de Murcia (comunidades en las que alrededor de un tercio de los regadíos se sitúan en zonas tensionadas), seguidas de Baleares y Andalucía.

El tiempo apremia, porque el 3,7 % de los regadíos ya se encuentran sobre zonas críticas (116.708 ha); esto significa que están en áreas donde al mal estado de los acuíferos y la amenaza de los nitratos se suma el que ya se ha producido una evolución climática (sobre todo la cuenca del Guadiana). 

A todo esto, hay que recordar que los trasvases de ríos y los embalses agravan el problema, porque rompen los cauces fluviales y, sobre todo, no van a hacer que llueva más. España es uno de los países del mundo con más embalses per cápita, pero no se han llenado nunca del todo.

Todavía estamos a tiempo de revertir la situación, aunque solo hay una manera de hacerlo: reducir drásticamente la superficie de regadío y ayudar a los agricultores y agricultoras que sí hacen las cosas bien y cultivan respetando sus tierras y el producto.

 

La modernización del regadío y la paradoja de Jevons

Se podría pensar que la modernización de los regadíos y la adopción de las nuevas tecnologías en el campo consiguen reducir el consumo de agua de los regadíos. Sin embargo, la realidad no es esta: cuando se han desarrollado supuestas modernizaciones en la eficiencia del regadío, se ha producido, aunque parezca mentira, un crecimiento de la demanda de agua. Esto se debe a la llamada paradoja de Jevons: a medida que el perfeccionamiento tecnológico incrementa la eficiencia con la que se usa un recurso, es más probable que el consumo de dicho recurso aumente en lugar de disminuir.En otras palabras, la percepción generalizada de que hay agua en abundancia, gracias a la “eficiencia”, incentiva
el aumento de la superficie de regadío y la densidad de plantas. También causa el incremento del número de cultivos más demandantes de agua y estimula la producción de las cosechas.

Por último, no debe olvidarse que estas modernizaciones suelen llevarse a cabo con dinero público, que debería destinarse a la adaptación al cambio climático y al fomento de una economía que se dirija al decrecimiento. Continuar creciendo a costa del medio ambiente y la biodiversidad no es, en ningún caso, una opción sostenible.

Texto: Queralt Castillo y Sandra Vicente, periodistas   Fotos: Pedro Armestre / Greenpeace