La guerra solo entiende de enemigos
Los conflictos de Ucrania y Gaza demuestran que, además de cobrarse vidas humanas, las batallas también se ensañan con el medioambiente, lo que, a su vez, recrudece estas tragedias.
En la larga lista de damnificados que entraña una guerra, las víctimas humanas aparecen en cabeza. La naturaleza también aparece entre los primeros puestos. Los incendios o la tala de árboles ponen en peligro los ecosistemas, la biodiversidad y, en definitiva, el entorno. No solo por esa degradación salvaje en las acciones militares, sino por los gases tóxicos que se liberan con cada detonación, los residuos que contaminan suelo y agua o las alteraciones del paisaje con las explosiones.
En muchas, el enseñamiento bélico con el medioambiente está directamente relacionado con la explotación de recursos naturales como el petróleo, los diamantes y diferentes tipos de minerales o el gas. No en vano es la razón que se esconde en más del 40% de los conflictos del planeta, según el Programa de Medio Ambiente de la ONU.
Los efectos de este tipo de daños siempre suelen ser los mismos: pérdida de vegetación y contaminación de suelos y acuíferos, cuyas consecuencias perduran durante décadas o siglos. Y no es algo pretérito: lo estamos viviendo ahora con la invasión de Ucrania por parte de Rusia y con la incursión israelí en Gaza.
“Un 30% de las áreas protegidas ucranianas (más de 1,24 millones de hectáreas) han sido bombardeadas, contaminadas, quemadas o afectadas por maniobras militares”, revelaba hace unos meses Yale Enviroment 360, atendiendo a datos del Ministerio de Protección Ambiental y Recursos Naturales de Ucrania. Solo en los primeros cuatro meses los satélites detectaron más de 37.000 incendios, que afectaron a más de 101.000 hectáreas. “Las hostilidades han impactado un área de tres millones de hectáreas de bosques y, en la actualidad, 450.000 están bajo ocupación o en zonas de combate”, recoge Greenpeace en uno de sus últimos informes.
No es de extrañar que el Derecho Internacional Humanitario reconozca al medioambiente como una víctima colateral de estos conflictos y que prohíba su utilización como arma, al pedir el cese de su destrucción o modificación como medio para perjudicar a la población (que depende de él, pues toda la vida se articula a su alrededor).

Reconstrucción sostenible
A las irreversibles pérdidas humanas y los estragos en el medio natural hay que sumar las pérdidas materiales. Una oficina de Greenpeace abierta hace dos años en Kiev trata de estudiar la mejor forma de reconstruir las infraestructuras. “Damos ejemplos de cómo hacerlo de forma sostenible”, apunta Polina Kolodiazhna, una de las responsables. Según enumera, escuelas, hospitales o edificios pueden repensarse para no requerir de una energía contaminante o lejana.
“Estamos diciendo que la reconstrucción tiene que ser verde y segura. Las renovables son mucho más resistentes que todos los sistemas viejos. Y es mucho más difícil atacar una estación solar que una central nuclear”, sostiene Kolodiazhna, que se incorporó a la asociación después de saber “desde pequeña” que su labor se encaminaba hacia esto. “Buscamos contactos con los municipios”, puntualiza la trabajadora en el terreno, que ve muy proclive la actitud de los gobernantes.
Kolodiazhna cree que este horizonte más respetuoso con el medio ambiente es una forma de luchar por su país y de ayudar a sus habitantes. “Nadie sabe qué va a ocurrir. Ya nos sorprendió el ataque, porque teníamos muchos lazos con Rusia y no lo esperábamos”, lamenta. Al comenzar el conflicto, la ucraniana, de hecho, se desplazó a un pueblo a unos kilómetros de Kiev, pero regresó: “Estar fuera era peor. Me pasaba el día pendiente, preocupada. Estaba permanentemente mirando las noticias y atenta a los mensajes”, confiesa, convencida de que ahora está “haciendo cosas buenas”.
“Estamos diciendo que la reconstrucción tiene que ser verde y segura. Las renovables son mucho más resistentes que todos los sistemas viejos. Y es mucho más difícil atacar una estación solar que una central nuclear”
Otro conflicto que está demostrando la catástrofe natural (por no hablar de la humana) que puede llegar a provocar una guerra es el de Gaza. La contienda en esta franja a orillas del Mediterráneo ha afectado al aire, al agua y a la tierra. Y, por consiguiente, a todas aquellas personas que dependen de ellos. “Las emisiones de carbono directas son asombrosas, con una estimación media de 536.410 toneladas de dióxido de carbono en los primeros 120 días de guerra, el 90% de las cuales se atribuyen a los bombardeos aéreos de Israel y a la invasión terrestre de Gaza. Esta cifra es superior a la huella de carbono anual de muchos países vulnerables al cambio climático”, reseñaba en un artículo Farah Al Hattab, activista e investigadora jurídica de Greenpeace en Oriente Medio y Norte de África.
“Se ha registrado contaminación por metales pesados como consecuencia de los intensos bombardeos. Y el aire ha resultado contaminado con sustancias químicas procedentes de armas como el fósforo blanco —añadía la libanesa— debido al uso intensivo de explosivos; y la exposición a municiones de fósforo blanco, a su vez, provoca una disminución de la productividad de las tierras agrícolas y puede dañar la vegetación existente”.
Narraba Al Hattab que los recursos hídricos se han visto “gravemente comprometidos”, con unos 60.000 metros cúbicos diarios de aguas residuales sin tratar que desembocan en el Mediterráneo. “El sistema de agua potable de Gaza, ya insuficiente antes de la guerra, con un 90-95% de aguas subterráneas no potables, se encuentra ahora en un estado aún más crítico. De media, en abril de 2024 la población gazatí tenía acceso a entre dos y ocho litros por persona y día, frente a los 85 litros por persona y día antes de octubre de 2023. Las investigaciones indican que 20 litros per cápita al día es la cantidad mínima de agua potable necesaria para alcanzar los niveles mínimos esenciales para la salud y la higiene”, puntualiza.

“La degradación de la tierra y el suelo han devastado la sociedad agrícola de Gaza. La destrucción de granjas y terrenos agrícolas, unida a 17 años de bloqueo, que ha privado a la región de insumos agrícolas esenciales, ha provocado una grave inseguridad alimentaria”, seguía explicando la integrante de Greenpeace, señalando que en mayo de 2024, el 57% de las tierras de cultivo de Gaza habían resultado dañadas. Según la ONU, proseguía, Israel ha destruido el 70% de la flota pesquera de Gaza. Y el ganado se muere de hambre, incapaz de procurarse alimentos o ser fuente de ellos.
Javier Raboso, responsable de campañas de Democracia y Cultura de Paz de Greenpeace, señala la relación entre la crisis ecológica y los conflictos: “Los crecientes impactos del cambio climático y la degradación de los ecosistemas está incrementando las tensiones y la competencia por recursos en todo el mundo. Además, la alta dependencia a los combustibles fósiles que sufren todos los países dibuja una geopolítica endiablada, que supedita la paz y los derechos humanos a sus estrategias para continuar abasteciéndose de gas y petróleo a toda costa.
Para construir escenarios de paz es necesario revertir esta situación, invertir en energías limpias, restaurar ecosistemas y plantear alternativas a un modelo de crecimiento infinito en un planeta que no lo es. El mejor legado que podemos dejar a los que vengan después es un planeta en paz con la naturaleza y entre todos los seres humanos”, concluye Raboso.
Texto: Alberto G. Palomo Fotos: © Greenpeace