Oro tóxico: la minería ilegal que envenena la Amazonía y el mundo
Este metal ha atraído a buscadores de riqueza y a corporaciones con gula de recursos. Las políticas recientes, el aumento de su precio y la codicia han devastado este ecosistema, afectando al equilibrio ambiental y a las poblaciones indígenas que lo habitan.
En las entrañas de la Amazonía, donde la vida late con una intensidad única en el planeta, un invisible veneno avanza. No es un depredador natural ni un fenómeno climático: es el mercurio, un metal pesado que discurre por los ríos, se acumula en los peces y termina en el plato de comunidades indígenas. Su origen es la minería ilegal de oro, una industria que devasta bosques, malogra el agua y amenaza la supervivencia de pueblos ancestrales.
“La Amazonía es mucho más que la suma de sus partes: es la vegetación, el agua, la vida y culturas que aún viven en armonía con la naturaleza”, explica Miguel Ángel Soto, responsable de la Campaña de Bosques de Greenpeace. Este equilibrio está siendo dinamitado por esa fiebre del oro que, aunque suene como una dolencia de otros tiempos, creció un 265% entre 2018 y 2022, según un estudio de la organización en Brasil.
Supuso la destrucción de más de 16.000 hectáreas —el equivalente a unos 22.500 campos de fútbol— y un daño importante para el ecosistema y las poblaciones autóctonas repartidas por este vasto territorio: mientras que en algunas zonas como los territorios Yanomami y Munduruku la actividad disminuyó ligeramente, en las tierras indígenas de los Sararé aumentó en un alarmante 93%. Porque, según destacan los responsables del documento, la extracción jamás descansa y su voracidad se traslada, impune, de un sitio a otro.

El informe revela, además, que solo entre 2023 y 2024, 4.219 hectáreas de selva fueron arrasadas por mineros ilegales en cuatro territorios indígenas. “Actúan como metástasis: cuando se les expulsa de un lugar, invaden otro», insisten desde Greenpeace Brasil. Y eso significa no solo un atentado contra el medio ambiente, sino también una violación flagrante de los derechos humanos.
Comunidades indígenas como los yanomami, kayapó, munduruku y sararé viven una doble amenaza: la de la invasión de sus tierras y la de la contaminación por mercurio, un veneno ligado al oro que coloniza sus ríos y su fauna. ¿Cómo? Por culpa de un proceso altamente nocivo. La extracción de oro de los depósitos aluviales requiere enormes cantidades de energía y el uso de mercurio para separar el metal del material extraído. Este metal acaba en las personas, cuya salud se ve comprometida por la ingesta de estos tóxicos a través del consumo de pescado y agua contaminada.
“El mercurio es bioacumulativo, se va acumulando a lo largo de la cadena trófica. Y el pescado es la principal fuente de proteína de los ribeiriños, las comunidades que viven cerca de los ríos. Así, las dietas ricas en pescado son la forma de ingerir gran cantidad de mercurio, produciendo serios problemas de salud a la población”, indica el experto de Greenpeace.
Dicha acumulación en la cadena alimentaria conlleva desde problemas neurológicos hasta la muerte. Los informes de Greenpeace Brasil confirman que los niveles de mercurio en muchas de las comunidades indígenas afectadas superan ampliamente los límites establecidos por la Organización Mundial de la Salud (OMS), lo que pone en peligro su supervivencia.
Para ilustrar la magnitud, basta con ver el caso de los yanomami: entre 2019 y 2022, más de 570 niños menores de cuatro años murieron por causas evitables relacionadas con la exposición a estos metales pesados.
“La minería ilegal afecta a un parte importante de los márgenes de ríos, pequeños y grandes, de la cuenca del río Amazonas y sus afluentes, en zonas que son públicas (incluidas zonas protegidas) y sin permisos legales”, apunta Soto, “pero de manera especial el impacto es muy grave en los territorios indígenas, donde se suma la destrucción ambiental a la desaparición de lugares fundamentales para la forma de vida de estas personas”.
“La minería ilegal afecta a un parte importante de los márgenes de ríos, pequeños y grandes, de la cuenca del río Amazonas y sus afluentes, en zonas que son públicas (incluidas zonas protegidas) y sin permisos legales”
Un flujo opaco en el comercio global
Pero los tentáculos de esta actividad no solo se quedan en el país sudamericano. El documento elaborado por Greenpeace también revela una inquietante discrepancia entre las exportaciones oficiales de oro de Brasil y las importaciones de Suiza, uno de los principales destinos de refinamiento de oro en el mundo. Según se ha investigado, en 2022 las importaciones suizas de este “oro fantasma” superaron las 9,7 toneladas, un 67% más de lo que Brasil registra en sus exportaciones, lo que sugiere un comercio opaco y poco regulado. Algo que pone de relieve la complicidad de las economías globales en la minería ilegal.
“Falta una respuesta de la comunidad internacional ante el problema. La escasa conciencia de la dimensión de este comercio ilícito hace que todavía no se haya hablado de regulación”, lamenta Soto, que enfatiza la complejidad de la cadena de suministro del oro ilegal. Según incide, no hay forma de conocer su origen. “Una vez está en manos de los intermediarios, es procesado con otro de otras procedencias, legales e ilegales, y luego accede al mercado nacional e internacional”, anota.
Para introducirse en este turbio flujo se opera con una lógica casi militar: los mineros, muchos de ellos vinculados al denominado Comando Vermelho, utilizan tácticas de guerrilla: excavan túneles y usan drones para evitar fiscalizaciones, falsifican documentos para declararlo legal en estados donde la actividad lo sea y tejen una red internacional con países como Suiza, ya mencionado. “Es como apagar un incendio y que surjan diez”, resume Danicley de Aguiar, coordinador de la campaña Amazonía de Greenpeace.

Desde esta región del globo, el oro llega a los mercados internacionales impulsado por las compras de los bancos centrales y la demanda de inversores, con drásticos desenlaces. El impacto de la minería ilegal no se limita a la contaminación. La deforestación amenaza con llevarlo a un punto de no retorno: los pronósticos indican que, para 2050, hasta la mitad del Amazonas podría estar degradado, lo que reduciría su capacidad para absorber carbono y alteraría los patrones de lluvia, aumentando el riesgo de un colapso ecológico irreversible.
¿Hay solución a la vista? A pesar de los esfuerzos del gobierno de Lula para frenar la minería ilegal, los datos muestran que la situación sigue siendo grave. La intervención de fuerzas de seguridad y el monitoreo satelital son herramientas necesarias, pero insuficientes por sí solas. La Amazonía necesita una respuesta integral que no solo contemple la intervención estatal, sino también la cooperación internacional, la transparencia en el comercio de oro y un compromiso claro con los derechos de las comunidades indígenas.
“Son los gobiernos y los organismos internacionales los que deben articular políticas globales que frenen la deforestación, financiando la búsqueda de alternativas para la protección de los bosques. También, deben establecerse normas para permitir solo que se comercialicen materias primas (soja, aceite de palma, carne de vacuno, madera…) libres de deforestación, como la Ley de Deforestación (EUDR) aprobada en 2023 en la Unión Europea y que debe aplicarse en todos los países a partir de enero de 2026”, puntualiza Soto.
Brasil debe continuar con sus controles y operaciones de seguridad, pero también es fundamental que se adopten medidas de largo plazo para atajar las causas subyacentes de la minería ilegal: los precios del oro no deben seguir dictando la destrucción del Amazonas y los mercados internacionales deben ser responsables de los impactos de sus compras.
La protección de la Amazonía es una responsabilidad común. “Lo más urgente es detener de una vez por todas la deforestación, la pérdida de bosques. Luego, la naturaleza tiene la capacidad de regenerarse por sí misma a partir de masas forestales. Aunque, dada la devastación producida en amplias regiones ya transformadas en cultivos de soja y pastos para ganado, donde ya no quedan restos de selva, la recuperación es imposible a corto y medio plazo”, sentencia el experto.
“La Amazonía es mucho más que la suma de sus partes: es la vegetación, el agua, la vida y culturas que aún viven en armonía con la naturaleza”
El corazón verde del planeta, en terapia intensiva
La Amazonía es el gran arca de Noé del planeta: alberga el 10% de todas las especies conocidas, y cada 48 horas los científicos descubren una nueva. En un solo árbol pueden coexistir más especies de hormigas que en toda Europa. Sus ríos contienen 3.000 tipos de peces, incluyendo al pirarucú —el gigante de agua dulce que alcanza los tres metros— y delfines rosados que navegan entre raíces sumergidas.

Pero este tesoro biológico se desvanece. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) advierte que entre el 36% y el 57% de los árboles amazónicos están amenazados. El guacamayo jacinto y el manatí amazónico luchan por sobrevivir entre incendios y caza furtiva. “Muchas especies desaparecerán antes de que las conozcamos”, alerta el biólogo brasileño Carlos Nobre.
Además, esta selva no solo alberga vida: la crea. Cada día, sus árboles liberan 20.000 millones de toneladas de agua a la atmósfera, alimentando los denominados “ríos voladores” que riegan cultivos desde São Paulo hasta Argentina. Sus suelos almacenan 73.000 millones de toneladas de carbono (equivalente a siete años de emisiones globales). Sin embargo, la deforestación ha convertido partes de la Amazonía en un emisor neto de dióxido de carbono. Entre 2010 y 2019, liberó el 20% del que absorbió. Si desaparece otro 5% de su superficie, podría alcanzar un punto de no retorno, transformándose en una sabana árida, según el Instituto de Pesquisa Ambiental da Amazônia (IPAM).
Los motores de esta destrucción van más allá de la minería ilegal. Existen otros factores, como la ganadería (el 90% de las áreas deforestadas se convierten en pastizales y Brasil tiene hoy más vacas que árboles en el 14% de su Amazonía), la soja (los cultivos ocupan 7,28 millones de hectáreas, destinados en gran parte a alimentar ganado en Europa y China), los incendios —en 2024, las llamas devoraron 17,9 millones de hectáreas y el 96% de lo incendios fue provocado para limpiar terreno, según revela el INPE (Instituto Nacional de Pesquisas Espaciais)— o la sequía extrema (entre 2022 y 2023, la Amazonía perdió un 21,5% de sus aguas superficiales, ahogando especies como el delfín rosado, ahora en peligro crítico).
Sin olvidarse de sus moradores. Los tres millones de indígenas de 390 pueblos son la última barrera de este espacio. Sus territorios —donde se concentra 58% del carbono amazónico— tienen tasas de deforestación cinco veces menores que áreas no protegidas. Cultivos ancestrales como el açaí y la yuca sustentan la seguridad alimentaria global. Pero su sabiduría choca con intereses económicos. “Nos llaman atrasados, pero somos los únicos que sabemos leer el lenguaje de la selva”, denunciaba la líder indígena Sonia Guajajara. Mientras, el Congreso brasileño debate leyes que podrían abrir sus tierras a agronegocios y minería legal.
La muerte de la Amazonía alteraría el clima en lugares insospechados como Estados Unidos, donde se vería la reducción de lluvias en el cinturón maicero del Medio Oeste, en Europa, con tormentas más intensas por cambios en corrientes atmosféricas, o en Asia, alterándose los monzones que alimentan cultivos de arroz. Como advierte el climatólogo Antonio Donato Nobre, “cuando el último árbol caiga, no será solo un problema de Brasil. Será el fracaso de la civilización”.
“Nos llaman atrasados, pero somos los únicos que sabemos leer el lenguaje de la selva”
Mercurio en la sangre, riqueza en los bancos
Un chico no puede sostener el lápiz en una escuela de la comunidad yanomami. A sus siete años, sus manos tiemblan incontrolablemente y olvida las palabras que acaba de aprender. Los análisis médicos revelan la causa: tiene 12 veces el límite de mercurio permitido en sangre. Como él, ocho de cada diez niños en nueve aldeas yanomami presentan intoxicación crónica, según el último estudio de la Fundación Oswaldo Cruz.

El Instituto Evandro Chagas, por su parte, encontró mercurio en el 82% de las muestras de cabello en comunidades ribereñas, en el 64% de los peces vendidos en mercados de Belém y en el 38% de las mujeres embarazadas examinadas en Santarém. “Estamos ante un Chernóbil silencioso”, afirmaba el toxicólogo Paulo Basta.
La tragedia comienza en los ríos donde los mineros ilegales vierten 2,5 toneladas anuales de mercurio para extraer oro. El metal pesado se acumula en los peces que constituyen el 80% de la dieta indígena. “Nuestros hijos comen veneno todos los días sin saberlo”, explica una partera en la investigación llevada a cabo por Greenpeace Brasil mientras muestra un pirarucú contaminado que pescó su esposo.
Por culpa de este envenenamiento silencioso, en la comunidad munduruku, de Sawré Muybu, el 60% de los recién nacidos presentan malformaciones, según registros del Distrito Sanitario Especial Indígena. Los síntomas avanzan desde la pérdida de coordinación motora y retraso en el habla en una edad temprana hasta la disminución de la capacidad cognitiva y temblores en la etapa escolar o el daño renal irreversible y esterilidad en la adolescencia.
No solo eso: la acción de los llamados garimpeiros trasciende el torrente sanguíneo de estos moradores. Según se ha comprobado, su minería acentúa enfermedades como el sarampión y la malaria, que entran con los invasores a territorios donde los indígenas no tienen defensas inmunológicas. Suponen una suerte de esclavitud moderna: los extractores ofrecen alcohol y dinero a cambio de permisos forzados: en el territorio sararé, adolescentes indígenas son explotados sexualmente a cambio de motores para botes.
Y no solo envenenan los peces: ya se han registrado malformaciones en renacuajos de las ranas flecha, presencia de este metal en el pelaje de los monos titi y una cantidad seis veces por encima de lo habitual en aves tropicales como los martines pescadores.
Mientras esto ocurre, el oro que destruye a estos jóvenes sigue un viaje impecablemente organizado hacia los mercados globales. En la calle del Oro de Boa Vista, por ejemplo, comerciantes sin escrúpulos compran el metal sin preguntar su origen, usando permisos falsificados de minería artesanal. Para cuando llega a las bóvedas de Zúrich, cada lingote tiene papeles que lo declaran limpio.
Se trata de un movimiento perverso: cada vez que los bancos centrales acumulan este metal como un “valor seguro” (y que en 2024 se encareció un 44%), la salud de los indígenas se resiente: por cada onza de oro se calcula que se inoculan cinco gramos de mercurio en la sangre de niños como los yanomami. Y, a pesar de que las autoridades brasileñas han cancelado 1.200 permisos mineros falsos desde 2023, el sistema sigue plagado de vacíos legales.
En la Amazonía, una generación entera está perdiendo su futuro por un metal que nunca tocará. Sus cuerpos llevan la marca indeleble de nuestra codicia colectiva. Algunos ancianos, como el líder Davi Kopenawa, ya guardan muestras de cabello de sus nietos: “Serán nuestra prueba cuando el mundo quiera saber quién los envenenó”, afirman.
Texto: Alberto G. Palomo Fotos: © Greenpeace